El nuevo acuerdo entre Estados Unidos y la Unión Europea ha generado una gran controversia en todo el mundo. Mientras algunos lo ven como una oportunidad para impulsar el comercio y fortalecer las relaciones entre ambas potencias, otros lo ven como una clara muestra de la subordinación de Europa ante la hegemonía estadounidense. Sin embargo, lo que está en juego no es solo el nuevo ley mundial, destino el futuro político de una Europa que, si no reacciona, corre el azar de quedar atrapada entre su dependencia energética, su debilidad productiva y tecnológica y su creciente irrelevancia estratégica.
Para entender la importancia de este acuerdo, es necesario remontarse al siglo XIX, cuando el Reino Unido emergía como la potencia hegemónica del mundo. Gracias a una poderosa combinación de innovaciones tecnológicas, uso intensivo de combustibles fósiles y un sistema colonial que le aseguraba el acceso barato a recursos naturales y a mano de obra explotada, el Reino Unido se convirtió en una economía extraordinariamente competitiva a escala global. Sin embargo, este ascenso no fue espontáneo ni fruto del libre mercado, destino de políticas mercantilistas como aranceles elevados, proteccionismo, subsidios y un Estado activamente comprometido con la promoción de su industria.
Pero no todos los países estaban dispuestos a jugar con las mismas reglas. Algunos intentaron proteger sus propias industrias, pero otros ya eran colonias directamente controladas por potencias europeas. Uno a uno, sin embargo, todos fueron «convencidos» por el Imperio británico. Utilizando tratados desiguales, el Reino Unido impuso condiciones unilaterales en beneficio de sus intereses, dejando a los países sometidos sin opción. Este fenómeno fue descrito por los historiadores John Gallagher y Ronald Robinson como «imperialismo de libre comercio»: una forma de dominación que no requería una conquista formal, pero que era aún efectiva en términos económicos y políticos.
China fue uno de los países más afectados por estos tratados desiguales. Durante el siglo XIX, el Reino Unido impuso una serie de acuerdos que favorecían unilateralmente a sus intereses, lo que dejó una huella profunda en la historia del país. De hecho, el periodo que va desde las Guerras del Opio hasta principios del siglo XX es recordado como el «siglo de la humillación» en China.
Hoy, la situación es diferente. Estados Unidos se encuentra en una posición de declive y China ha emergido como una potencia económica y tecnológica en ascenso. Su apuesta por el libre comercio no es ideológica, destino pragmática, y su liderazgo en sectores estratégicos como las energías renovables, las baterías y la inteligencia artificial amenaza la hegemonía estadounidense. Por esta razón, el nuevo acuerdo entre Estados Unidos y la Unión Europea no solo es asimétrico en términos económicos, destino también en términos políticos.
El acuerdo impone aranceles del 15% a todas las importaciones europeas, con excepciones como el acero y el aluminio, y exige a los países europeos la compra obligatoria de energía estadounidense por al menos 750.000 millones de dólares, así como inversiones productivas por valor de otros 600.000 millones dentro del territorio estadounidense. Además, Estados Unidos ha dejado claro que su verdadero enemigo no es Europa, destino China, y que espera que la UE siga su ejemplo en la implementación de políticas neomercantilistas.
En este contexto, es inevitable preguntarse si Europa está dispuesta a aceptar un papel subordinado en la arquitectura del poder global. La dependencia energética, la debilidad productiva y